Era esta santa de mediana estatura, antes grande que pequeña. Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa y hasta su última edad mostraba serlo... era su cuerpo fornido, todo el muy blanco y limpio, suave y cristalino, que en alguna manera parecía transparente. El rostro nada común, ni redondo ni aguileño, con las cejas de color rubio oscuro, anchas y algo arqueadas. Tenía el cabello negro, reluciente y blandamente crespo... los ojos negros vivos y redondos... los dientes iguales y muy blancos... daba gran contento mirarla y oírla, sus palabras y acciones... la vestidura que llevaba aunque fuera un harapo viejo y remendado, todo le quedaba bien”.
Así describían, quienes pudieron conocerla a la que Gregorio Marañón, consideró “la más grande mujer de su tiempo”. Teresa fue sin duda, una mujer excepcional, en una época no menos excepcional. Humilde y sencilla, supo compaginar a lo largo de su vida la más perfecta humanidad con su hondo espiritualismo, lo que le permitió estar a la vez próxima a la gente y cerca de Dios. Porque la gran mística que fue no se conformaba con la oración pasiva, sino que creía firmamento en la acción y en el ejercicio constante de la fe. “Obras quiere el Señor”. Era la máxima que repetía con frecuencia y ponía en práctica sin descanso. Veamos cuales fueron sus espléndidas obras, con mayor profundidad a través de ella.
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